Iba caminando descalza por la orilla, la espuma mojaba sus pies, sus ojos perdidos en el horizonte de sus pensamientos, tratando de recordar en que parte de la isla estaba el pasadizo prohibido que la llevaba al otro lado. Le habían dicho desde pequeña que no debía ir allí. Pero ahora solo quedaba ella y tenía que intentarlo. Una caracola pequeñita se le incrustó en el talón y al observarla de cerca se asemejaba a una caverna con muchas vueltas. Entonces recordó. Volvió a su choza, juntó algunos alimentos y agua de lluvia para el camino, el cuchillo de caza de su abuelo y se internó en la selva buscando la señal de la cueva.
Cuando finalmente encontró un gigantesco círculo de metal en la tierra, sintió la emoción de quién sabe que cometerá su primer pecado. Se internó en la caverna y caminó por días, a veces a oscuras, otras iluminada por una tenue luz solar que provenía de algún lado. Hasta que chocó con una escalera metálica que conducía a otro círculo igual al de la isla. Presurosa y con el corazón palpitante, con mucho esfuerzo levantó la tapa y se encontró en medio de una gran ciudad de cemento, vidrio, luces y metal que ella nunca había visto. Algo visceral la atemorizaba. No había árboles ni plantas, ni tierra que le dieran alimentos. No había animales. No había gente. Concluyó en que se había equivocado de camino. Volvió sobre sus pasos. Cuando recuperara fuerzas en casa volvería a intentarlo, esta vez girando a la izquierda.
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