
La última lágrima cayó sobre su propio pecho. Le pintó un sol rosado, como el atardecer de ese verano en que el seppuku la liberaría de la deshonra y el dolor.
Estaba serena, como siempre, cuando lo escuchó gritar su nombre en la distancia: “¡Butterfly! ¡Butterfly!”.
Solo entonces dejó que la curva leve de una sonrisa iluminara su muerte.
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