
Un fideo de letra, la Q más precisamente, estaba adherida al barral de mi cama, dándome la espalda, como si estuviera escabulléndose del envase donde convivía con el resto de las letras. La apoyé sobre mi mesa de noche pensando en cómo llegó hasta allí desde la cocina, atravesó la sala, el pasillo y trepó la pared hasta mi cama.
Decidí dejarla ahí. No fuera a ser cabecilla de un movimiento rebelde y si le hacía algo, se me vendrían los abecedarios completos, desde la alacena, a torturarme en la noche.
No, así tampoco podría dormirme. Acabé por eliminarlas.
Todas las Q de las dos cajas desaparecieron por el vertedero. Eso sí, no pude formar ninguna palabra con ella en este relato. Los lectores sabrán comprender: las decisiones drásticas tienen sus consecuencias.
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